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sábado, 7 de agosto de 2010

Bernardo de Monteagudo

Un hombre “de la historia”, pero “en la historia” era “un hombre de Argentina”. Un excelente ejemplo para esa época, época de otros valores, pero hoy quizás sea un mal ejemplo, digno de ser olvidado, pues estos hombres hoy solo generan “cargos de conciencia”, son luces que se apagan, pues estas luces deslumbran, encandilan a todos aquellos que prefieren vivir en la oscuridad… Hay ideas que no se matan, las sepultan vivas declarándolas muertas, solo permanecen semienterradas intentando asfixiarlas con el vacío de la estupidez; quieren matarlas y se muestran muertas pero prontas a resucitar, pues vemos y está demostrado en nuestros tiempos que la reencarnación no existe, pero si hubiese existido, hoy no habría alguien digno de portar tremenda presencia, presencia de simplicidad y fortaleza que destruiría en pedazos almas y cuerpos con los valores actuales… Si tuviéramos un poco de estos valores ya podríamos declararnos “hombres realizados”… Nacería la esperanza, una esperanza diferente… (Juan C. Starchevich)

Hombre de ideas: Bernardo de Monteagudo
Por Roberto Koira
Bernardo de Monteagudo fue uno de los más importantes ideólogos de la independencia americana. Mano derecha de Juan José Castelli y José de San Martín (también colaboró con Simón Bolívar) convierte su palabra en la mejor herramienta para terminar con el yugo español en América. En este sentido, su camino lo transita mayormente en las letras y en el periodismo, aunque también se destaca como un hombre de acción revolucionaria.

Para la historiadora Elena Altuna: “su actuación no fue secundaria, sino complementaria de la de los libertadores y la ejerció, fundamentalmente, en el terreno de las ideas. Los escritos de Monteagudo conservan el valor de la prédica”. Su discurso revolucionario nace a partir de la lectura histórica y la filosofía clásica, pero con una profunda observación de los hechos y del proceso emancipatorio.

En el plano de la acción Monteagudo insiste en que es menester realizar con hechos y no con palabras la revolución. Así escribe: “Necesitamos hacer ver con obras y no con palabras esos augustos derechos que tanto hemos proclamado”. Esto lo lleva a comprender que la independencia o sea la ejecución del acto jurídico no hace más que confirmar un derecho natural previo.

Castelli y Monteagudo, ambos fervientes morenistas, entendían que por derecho natural todos los hombres eran iguales y como ciudadanos debían participar con las mismas atribuciones en la conducción política de la sociedad. Por esto no es casual que entre ambos redacten la proclama de Tiawanaku donde se declara los derechos de los indios.Y esa línea de pensamiento del tucumano se extiende a otros actores sociales del momento, cuando afirma: “¿En qué clase se considera a los labradores? ¿Son acaso extranjeros o enemigos de la patria para que se les prive del derecho a sufragio? Jamás seremos libres, si nuestras instituciones no son justas”.

Una de sus principales armas para la difusión de las ideas de independencia fue la Sociedad Patriótica, el primer club político, donde Monteagudo reafirma el pensamiento de Moreno y lo convierte en una tradición. Y él mismo se transforma en su evolución, así lo confirma Noemí Goldman: “La expresión a veces contradictoria de la argumentación morenista en cuanto a este derecho, se convierte en Monteagudo en lenguaje abiertamente independentista”.

Como pondera el historiador Jorge Correa, Monteagudo fue principalmente americano, ya que su patria fue todo el continente. Al igual que San Martín y Bolivar nunca lo contuvieron las fronteras nacionales, que además no estaban definidas por esa época. Argentina, Chile y Perú, los países donde ocupó importantes cargos públicos, recién se estaban conformando luego del desmembramiento del imperio español.

Su mayor escollo fue vivir en una época contradictoria. Monteagudo no escapó de esta disyuntiva, todo lo contrario. Y según Correa: “Las ideas democráticas de los inicios de la revolución debieron afrontar una dura prueba ante la influencia del conservatismo europeo. Las contradicciones embargaron a los patriotas y muchos ven un abismo entre el Monteagudo de 1812 y el de 1823”. Pero ese objetivo de independencia no sufrió mella y sus dudas sólo aparecían sobre la forma de gobierno de las nuevas naciones. Como producto de estas contradicciones su gestión como funcionario en el Perú fue muy polémica y sufrió el destierro de este país en 1822. Así, cuando volvió a pedido de Simón Bolivar, fue asesinado en Lima en enero de 1825.

Sin embargo, como aclara Elena Altuna: “La importancia de esta polémica figura aparece algo opacada frente a la de otros actores del momento cuyo estatutos de héroes seguramente incide en la consideración de este difusor de la independencia”. Esto último resalta su figura y su espíritu revolucionario.

Monteagudo textual
“Todos aman a su patria y muy pocos tienen patriotismo: el amor a la patria es un sentimiento natural, el patriotismo es una virtud: aquel procede de la inclinación al suelo donde nacemos y el patriotismo es un hábito producido por la combinación de muchas virtudes, que derivan de la justicia. Para amar a la patria basta ser hombre, para ser patriota es preciso ser ciudadano, es decir tener virtudes de tal”. (...) “La esperanza de obtener una magistratura o un empleo militar, el deseo de conservarlo, el temor de la execración pública y acaso un designio insidioso de usurpar la confianza de los hombres sinceros: estos son los que forman los patriotas de nuestra época”. (...) “Muy fácil sería conducir al cadalso a todos los tiranos si bastara esto el que se reuniese una porción de hombres y dijesen a todos en una asamblea, somos patriotas y estamos dispuestos a morir para que la patria viva: pero si en el medio de este entusiasmo el uno huyese del hambre, el otro no se acomodase a las privaciones, aquel pensase en enriquecer sus arcas y este temiese sacrificar su existencia, su comodidad, prefiriendo la calma y el letargo de la esclavitud a la saludable agitación y los dulces sacrificios que aseguran la libertad, quedarían reducidos todos aquellos primeros clamores a una algarabía de voces insignificantes”. (...) “Ningún hombre que se considere igual a los demás, es capaz de ponerse en estado de guerra, a no ser por una justa represalia. El déspota atribuye su poder a un origen divino, el orgulloso que considera su nacimiento o su fortuna como una patente de superioridad respecto de su especie, el feroz fanático que mira con desdén ultrajante al que no sigue sus delirios, el publicista adulador que anonada los derechos del pueblo para lisonjear a sus opresores, el legislador parcial que contradice en su código el sentimiento de la fraternidad haciendo a los hombres rivales unos de otros e inspirándoles ideas falsas de superioridad, en fin, con la espada, la pluma o el incensario en la mano conspira contra el saludable dogma de la igualdad, este es el que cubre la Tierra de horrores y la historia de ignominiosas página: este es el invierte el orden social”. (...) “Tales son los desastres que causa el que arruina ese gran principio de la equidad social; desde entonces, el poderoso puede contar con sus derechos; solo sus pretensiones se aprecian como justas: los empleos, las magistraturas, las distinciones, las riquezas, las comodidades, en una palabra, todo lo útil, viene a formar el patrimonio quizá de un imbécil, de un ignorante, de un perverso a quien el falso brillo de la cuna soberbia o una suerte altiva eleva el rango del mérito, mientras el indigente y oscuro ciudadano vive aislado en las sombras de la miseria, por más que su virtud le recomiende, por más que sus servicios empeñen la protección de la ley, por más que sus talentos atraigan sobre él la veneración pública”. (...) “La Tierra se pobló de habitantes; los unos opresores y los otros oprimidos: en vano se quejaba el inocente; en vano gemía el justo; en vano el débil reclamaba sus derechos. Armado el despotismo de la fuerza y sostenido por las pasiones de un tropel de esclavos voluntarios, había sofocado ya el voto sato de la naturaleza y los derechos originarios del hombre quedaron reducidos a disputas, cuando no eran combatidos con sofismas. Entonces se perfeccionó la legislación de los tiranos: entonces la sancionaron a pesar de los clamores de la virtud, y para oprimirla llamaron a su auxilio el fanatismo de los pueblos y formaron un sistema exclusivo de moral y religión que autorizaba la violencia y usurpaba a los oprimidos hasta la libertad de quejarse, graduando el sentimiento por un crimen”. (...) “Una religión cuya santidad es incompatible con el crimen sirvió de pretexto al usurpador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz para asesinar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la discordia, usurparles sus derechos y arrancarles las riquezas que poseían en su patrio suelo. Sólo los climas estériles donde son desconocidos el oro y la plata, quedaban de este celo fanático y desolador”. (...) “La tiranía, la ambición, la codicia, el fanatismo, han sacrificado a millares de hombres, asesinando a unos, haciendo a otros desgraciados y reduciendo a todos al conflicto de aborrecer su existencia y mirar la cuna que nacieron como el primer escalón del cadalso donde por espacio de su vida habían de ser víctimas del tirano conquistador. Tan enorme peso de desgracias desnaturalizó a los americanos hasta hacerlos olvidar que su libertad era imprescriptible: y habituados a la servidumbre se contentaban con mudar de tiranos sin mudar de tiranía”. (...) “Un usurpador no es más que un cobarde asesino que sólo se determina al crimen cuando las circunstancias le aseguran la ejecución y la impunidad: teme la sorpresa y procura prevenir el descuido: la energía del pueblo lo arredra y así espera que llegue a un momento de debilidad o caiga en la embriaguez febril de sus pasiones: el conoce que mientras la libertad sea objeto de los votos públicos, sus insidias no harán más que confirmarlas, pero cuando en las desgracias comunes cada uno empieza a decir ‘yo tengo que cuidar mis intereses’, este es el instante en que el tirano ensaya sus recursos y persuade fácilmente a un pueblo aletargado que la fuerza es un derecho”. (...) “La soberanía reside solo en el pueblo y la autoridad en las leyes: ella debe sostener que la voluntad general es la única fuente de donde emana la sanción de esta y el poder de los magistrados: debe demostrar que la majestad del pueblo es imprescriptible, inalienable y esencial por su naturaleza”. (...)
Su vida

Nació en Tucumán en 1789. Estudió en Córdoba y Chuquisaca; intervino en el movimiento revolucionario de esta última ciudad del 25 de mayo de 1809 y al fracasar el intento fue encarcelado. Libre en 1810 se une al Ejército Auxiliador de Juan José Castelli y se convierte en su secretario, juntos redactan la proclama de Tiwanaku.

En Buenos Aires tuvo bajo su dirección los periódicos La Gaceta, Mártir o Libre y El Independiente. En 1911 forma la Sociedad Patriótica que defiende las ideas morenistas. En 1813 integró la Asamblea Constituyente como representante de la provincia de Mendoza y cuando en 1815 fue depuesto el director Alvear se exilió en Europa.

En 1817 San Martín lo designó auditor de guerra del Ejército de los Andes, redactó el Acta de la Independencia de Chile y, tras la emancipación de Perú, se hizo cargo de la cartera de Guerra y Marina: En 1822 se desempeñó en Gobierno y Relaciones Exteriores. Adoptó benéficas disposiciones en el orden cultural, diplomático y militar pero, como consecuencia de la aplicación de algunos destierros y sanciones, se ganó el descontento popular. El Cabildo de Lima lo removió del cargo en julio de 1922 y le exigió la salida del país. Estuvo en Quito hasta 1824 cuando Bolivar le permitió retornar a Perú. Fue asesinado en Lima el 28 de enero de 1825.

Bibliografía
* Golman, Noemí. Historia y lenguaje, Los discursos de la Revolución de Mayo. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1992. * Correa, Jorge. Febo Asoma, Figuras estelares de la Patria. Buenos Aires. Dirple Ediciones, 1999. * Altuna, Elena. “Monteagudo en sus escritos y en sus imágenes” en Chibán, Alicia (coordinadora), El archivo de la independencia y la ficción contemporánea. Salta. Consejo de Investigación, Universidad de Salta, 2004.

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Bernardo de Monteagudo
Autor: Felipe Pigna

Bernardo de Monteagudo nació en Tucumán el 20 de agosto de 1789, un mes después de que estallara en París la que pasaría a la historia como la Revolución Francesa. Estudió en Córdoba y luego, como Mariano Moreno y Juan José Castelli, en la Universidad de Chuquisaca (actual Bolivia) donde, en junio de 1808, se graduó como abogado, con una tesis muy conservadora y monárquica titulada: "Sobre el origen de la sociedad y sus medios de mantenimiento". Pero vertiginosamente, al calor de los acontecimientos europeos que precipitarán las decisiones en América, sus lecturas y sus ideas se van radicalizando. Mientras Napoleón invadía España y tomaba prisionero a Fernando VII, creando un conflicto de legitimidad que será en adelante el argumento más fuerte de los patriotas para proponer el inicio de la marcha hacia la independencia, Monteagudo escribe el “Diálogo entre Fernando VII y Atahualpa”, una sátira política en la que los dos reyes se lamentan de sus reinos perdidos a manos de los invasores. El tucumano le hace decir a Fernando: “El más infame de todos los hombres vivientes, es decir, el ambicioso Napoleón, el usurpador Bonaparte, con engaños, me arrancó del dulce regazo de la patria y de mi reino, e imputándome delitos falsos y ficticios, prisionero me condujo al centro de Francia”. Atahualpa le responde: “Tus desdichas me lastiman, tanto más cuanto por propia experiencia, sé que es inmenso el dolor de quien padece quien se ve injustamente privado de su cetro y su corona.”
Allí aparece una de las primeras proclamas independentistas de la historia de esta parte del continente: “Habitantes del Perú: si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta el día con semblante tranquilo y sereno la desolación e infortunio de vuestra desgraciada Patria, despertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos. Desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación, y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia”.

Al año siguiente, exactamente el 25 de mayo de 1809, fue uno de los promotores de la rebelión de Chuquisaca contra los abusos de la administración virreinal y a favor de un gobierno propio que sería la chispa de la Revolución que estallaría un año después en Buenos Aires. Con apenas diecinueve años de edad, será el redactor de la proclama, donde dice: “Hasta aquí hemos tolerado esta especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria, hemos visto con indiferencia por más de tres siglos inmolada nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto (se refiere a España, es claro) que degradándonos de la especie humana nos ha perpetuado por salvajes y mirados como esclavos. Hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos atribuye por el inculto español, sufriendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio cierto de su humillación y ruina”. El virrey Cisneros ordenó una violenta represión que llevarán adelante Nieto, desde el sur, y Goyeneche, desde el norte. Ambos hacen una verdadera masacre y Monteagudo va a parar engrillado a la Real Cárcel de la Corte de Chuquisaca por el “abominable delito de deslealtad a la causa del rey”. El mariscal Nieto había enviado a todos los efectivos disponibles para combatir a los patriotas, en apoyo del Capitán de Fragata José de Córdova. La ciudad universitaria había quedado virtualmente desamparada. Monteagudo, ansioso por plegarse a las filas patriotas que se acercaban decidió preparar un plan para fugarse. Alegando “tener una merienda con unas damas” en el jardín contiguo de la prisión, obtuvo la codiciada llave que le abría la puerta de salida.1 Así, el 4 de noviembre de 1810, recuperó su libertad, partió hacia Potosí, y se puso a disposición del ejército expedicionario, que al mando de Castelli, había tomado la estratégica ciudad el 25 de noviembre. El delegado de la junta, que conocía los antecedentes revolucionarios del joven tucumano, no dudó en nombrarlo su secretario.

La dupla empezó a poner nerviosos por igual a realistas y saavedristas que veían en ellos a los “esbirros del sistema robespierriano de la Revolución Francesa”.

Monteagudo confirmó que estaba en el lugar correcto cuando fue testigo de la dureza de las medidas aplicadas por el Representante y el aplicado cumplimiento de las órdenes de Moreno que insistía: “Las circunstancias de ser europeos los que únicamente se han distinguido contra nuestro ejército en el último ataque, produce la circunstancia de sacarlos de Potosí, llegando al extremo de que no quede uno solo en aquella villa”.

Así salieron, el 13 de diciembre de 1810, los primeros 53 españoles desterrados para la ciudad de Salta. La lista fue armada personalmente por Castelli.

El Alto Perú tenía una doble connotación para hombres como Monteagudo y Castelli. Era sin duda la amenaza más temible a la subsistencia de la revolución y era la tierra que los había visto hacerse intelectuales. Fue en las aulas y en las bibliotecas de Chuquisaca donde Mariano Moreno, Bernardo de Monteagudo y Juan José Castelli habían conocido la obra de Rousseau y fue en las calles y en las minas del Potosí donde habían tomado contacto con los grados más altos y perversos de la explotación humana admitida en estos términos por uno de los principales responsables de la masacre, el Virrey Conde de Lemus: “Las piedras de Potosí y sus minerales están bañadas en sangre de indios y si se exprimiera el dinero que de ellos se saca había de brotar más sangre que plata.”2 Allí también se habían enterado de una epopeya sepultada por la historia oficial del virreinato: la gran rebelión tupamarista. Fueron los indios los que les hicieron saber que hubo un breve tiempo de dignidad y justicia y que guardaban aquellos recuerdos como un tesoro, como una herencia que debían transmitir de padres a hijos para que nadie olvidara lo que los mandones soñaban que nunca había ocurrido.

El 14 de diciembre de 1810, Castelli firmó la sentencia que condenaba a muerte a los enemigos de la revolución y principales ejecutores de las masacres de Chuquisaca y La Paz, recientemente capturados por las fuerzas patriotas. A las nueve de la noche fueron puestos en capilla, destinándoseles habitaciones separadas para que “pudiesen prepararse a morir cristianamente”.

El día 15, en la Plaza Mayor de la imperial villa, entre las 10 y 11 horas de la mañana, se ejecutó la sentencia, previa lectura en alta voz que de la misma se hizo a los reos, hincados delante de las banderas de los regimientos.

Entre los espectadores que rodeaban el patíbulo, hubo uno que siguió ansioso el desarrollo de la escena. Bernardo de Monteagudo, que había visto las masacres perpetradas por Paula Sanz y Nieto apenas un año atrás en Chuquisaca, no olvidará nunca el episodio que sus ojos contemplaron:

“¡Oh, sombras ilustres de los dignos ciudadanos Victorio y Gregorio Lanza!3 ¡Oh, vosotros todos los que descansáis en esos sepulcros solitarios! Levantad la cabeza: Yo lo he visto expiar sus crímenes y me he acercado con placer a los patíbulos de Sanz, Nieto y Córdova, para observar los efectos de la ira de la patria y bendecirla con su triunfo”4.

Cumpliendo con las órdenes de la junta, Castelli había iniciado conversaciones secretas con el jefe enemigo Goyeneche para tratar de lograr una tregua. Una pieza clave en las negociaciones fue Domingo Tristán, gobernador de la Paz y primo de Goyeneche. Finalmente el armisticio se firmó el 16 de mayo de 1811.

Como era de esperar, la noche del 6 de junio de 1811, las tropas de Goyeneche rompieron la tregua: una fuerza de 500 hombres atacó sorpresivamente a la avanzada patriota. Goyeneche pretendía que las que habían violado la tregua eran nuestras tropas por haberse defendido.

Los dos ejércitos velaban sus armas a cada lado del río Desaguadero, cerca del poblado de Huaqui. Las tropas de Castelli, Balcarce, Viamonte y Díaz Vélez, en la margen izquierda, sumaban 6.000 hombres. Del otro lado, Goyeneche había reunido 8.000. A las 7 de la mañana del 20 de junio de 1811 el ejército español lanzó un ataque fulminante. El desastre fue total.

Pero aún en la derrota, aquellos hombres no se daban por vencidos. Quizás en aquellas noches de charlas interminables en los Valles andinos haya nacido el plan político que los morenistas sobrevivientes a la represión expondrían en la Sociedad Patriótica, y es muy probable que Bernardo de Monteagudo haya esbozado las primeras líneas del proyecto constitucional más moderno y justo de la época y que publicaría en la Gaceta de Buenos Aires meses después. Allí decía el tucumano: Los tribunos no tendrán algún poder ejecutivo, ni mucho menos legislativo. Su obligación será únicamente proteger la libertad, seguridad y sagrados derechos de los pueblos contra la usurpación el gobierno de alguna corporación o individuo particular, pero dando y haciéndoselos ver en sus comicios y juntas para cuyo efecto -con la previa licencia del gobierno- podrán convocar al pueblo. Pero como el gobierno puede negar esa licencia, porque ninguno quiere que sus usurpaciones sean conocidas y contradicha por los pueblos, se establece que de tres en tres meses se junte el pueblo en el primer días del mes que corresponda, para deliberar por sufragios lo que a él pertenezca según la constitución y entonces podrán exponer los tribunos lo que juzgaren necesario y conveniente en razón de su oficio a no ser que la cosa sea tan urgente que precise antes de dicho tiempo la convocación del pueblo, y no conseguida, podrá hacerlo".

Castelli fue enjuiciado y obligado a bajar a Buenos Aires para ser juzgado por la derrota de Huaqui y por su conducta calificada de “impropia” para con la Iglesia católica y los poderosos del Alto Perú. Ningún testigo confirmó los cargos formulados por los enemigos de la revolución. La nota destacada la dio el testigo Bernardo de Monteagudo cuando se le preguntó “si la fidelidad a Fernando VII fue atacada, procurándose inducir el sistema de la libertad, igualdad e independencia. Si el Dr. Castelli supo esto”. Monteagudocontestó con orgullo en homenaje a su compañero: “Se atacó formalmente el dominio ilegitimo de los reyes de España y procuró el Dr. Castelli por todos los medios directos e indirectos, propagar el sistema de igualdad e independencia.”.

Monteagudo se hizo cargo de la dirección de la Gaceta de Buenos Aires, donde escribía textos como el que sigue: “Me lisonjeo de que el bello sexo corresponderá a mis esperanzas y dará a los hombres las primeras lecciones de energía y entusiasmo por nuestra santa causa. Si ellas que por sus atractivos tienen derecho a los homenajes de la juventud, emplearan el imperio de su belleza en conquistar además de los cuerpos las mentes de los hombres, ¿qué progresos no haría nuestro sistema?”. Este artículo le valió el reto de Rivadavia, por entonces secretario del Triunvirato en estos términos: “El gobierno no le ha dado a usted la poderosa voz de su imprenta para predicar la corrupción de las niñas”. Monteagudo decide fundar su propio periódico el Mártir o Libre.

El 13 de enero de 1812 participa de la fundación de la Sociedad Patriótica y comienza a dirigir su órgano de difusión, El Grito del Sud. La Sociedad Patriótica junto a la recién fundada Logia de Caballeros Racionales (mal llamada Logia Lautaro) con San Martín a la cabeza participará el 8 de octubre de 1812 del derrocamiento del Primer Triunvirato y la instalación del Segundo que convocará al Congreso Constituyente que conocemos como la Asamblea del Año XIII en la que Monteagudo participará como diputado por Mendoza. La Asamblea adoptará una serie de medidas que Castelli y Monteagudo habían concretado en el Alto Perú: la abolición de los tributos de los indios; la eliminación de la Inquisición; la supresión de los títulos de nobleza y de los instrumentos de tortura.

El 10 de enero de 1815 edita el periódico El Independiente, que apoya incondicionalmente la política del director Supremo Carlos María de Alvear. Al producirse la caída del Director, Monteagudo es desterrado y viaja a Europa. Residirá en Londres, París y en la casa de Juan Larrea en Burdeos. Pudo regresar al país en 1817 cuando San Martín lo nombra Auditor de Guerra del ejército de los Andes con el grado de Teniente Coronel. Redactó el Acta de la Independencia de Chile que firmó O’Higgins el 1º de enero de 1818.

A comienzos de 1820 fundó en Santiago el periódico El Censor de la Revolución y participó de los preparativos de la expedición libertadora al Perú. Colaboró estrechamente con San Martín quien lo nombrará, poco después de entrar en Lima, su ministro de Guerra y Marina y, posteriormente, ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. Muchas de las medidas tomadas por San Martín, como la fundación de la Biblioteca de Lima y de la Sociedad Patriótica local, fueron impulsadas por Monteagudo. Propició la expropiación de las fortunas de los españoles enemigos de la revolución: “Ya no se encuentran esos grandes propietarios que, unidos al gobierno, absorbían todos los productos de nuestro suelo; subdivididas las fortunas, hoy vive con decencia una porción considerable de americanos que no ha mucho tenían que mendigar al amparo de los españoles”.

El 25 de julio de 1822, mientras San Martín se encaminaba hacia Guayaquil (actual Ecuador) para entrevistarse con Bolívar, se produjo un golpe contra Monteagudo en Lima. El alzamiento fue promovido por los sectores más conservadores, que encontraron eco en el Cabildo de la ciudad virreinal y consiguieron la destitución y la deportación del colaborador de San Martín. Monteagudo se radicó por algún tiempo en Quito, tras ser un testigo privilegiado de la decisión de San Martín de renunciar a sus cargos y delegar el mando de sus tropas en Bolívar. El libertador venezolano lo incorporó a su círculo íntimo y le confió la tarea de preparar la reunión del Congreso anfictiónico que debía reunirse en Panamá para concretar la ansiada unidad latinoamericana. Pero entre la gente más cercana a Bolívar había importantes enemigos de Monteagudo, como el secretario del Libertador, el republicano José Sánchez Carrió, que desconfiaba del tucumano porque lo creía un monárquico. Estaba ocupado y entusiasmado en la concreción de aquel sueño de la Confederación sudamericana, cuando recibió un anónimo que decía: “Zambo Monteagudo, de esta no te desquitas”. Sin darle la menor importancia a la amenaza, la noche del 28 de enero de 1825 iba con sus mejores ropas a visitar a su amante, Juanita Salguero, cuando fue sorprendido frente al convento de San Juan de Dios de Lima por Ramón Moreira y Candelario Espinosa, quien le hundió un puñal en el pecho. Un vecino del lugar, Mariano Billinghurst, acudió al lugar y trató de auxiliarlo ordenando su traslado al convento, donde fue atendido por un cirujano y un boticario que nada pudieron hacer para salvar su vida.

Espinosa fue detenido y Bolívar lo interrogó personalmente para saber quién lo había contratado para matar a Monteagudo, pero el sicario mantuvo el secreto. Según distintas versiones nunca confirmadas, el instigador del crimen fue Sánchez Carrió quien poco tiempo después murió envenenado.

Varios años después, el 25 de abril de 1833, San Martín le escribía a su amigo Mariano Álvarez, residente en Lima, diciéndole que debía hacerle “…una pregunta sobre la cual hace años deseo tener una solución verídica y nadie como usted puede dármela, con datos más positivos, tanto por su carácter como por la posición de su empleo. Se trata del asesinato de Monteagudo: no ha habido una sola persona que venga del Perú, Chile o Buenos Aires, a quien no haya interrogado sobre el asunto, pero cada uno me ha dado una diferente versión; los unos lo atribuyen a Sánchez Carrió, los otros a unos españoles, otro a un coronel celoso de su mujer. Algunos dicen que este hecho se halla cubierto de un velo impenetrable, en fin, hasta el mismo Bolívar no se ha libertado de esta inicua imputación, tanto más grosera cuanto que prescindiendo de su carácter particular incapaz de tal bajeza, estaba en su arbitrio si la presencia de un Monteagudo le hubiese sido embarazosa, separarlo de su lado, sin recurrir a un crimen, que en mi opinión jamás se cometen sin un objeto particular”.

Monteagudo, previendo a sus críticos contemporáneos y futuros publicó en La Gaceta de Buenos Aires: “Sé que mi intención será siempre un problema para unos, mi conducta un escándalo para otros y mis esfuerzos una prueba de heroísmo en el concepto de algunos, me importa todo muy poco, y no me olvidaré lo que decía Sócrates, los que sirven a la Patria deben contarse felices si antes de elevarles altares no le levantan cadalsos”.

Notas:
1 Documentación original en poder de G. René Moreno. Cfr. MARIANO A.PELLIZA, Monteagudo, su vida y sus escritos. Buenos Aires, 1880.

2 El Conde de Lemus a Su Majestad, en Contrarréplica a Victorian de Villava; en Ricardo Levene, Ensayo histórico sobre la Revolución de Mayo y Mariano Moreno, Apéndice, Buenos Aires, Peuser, 1960.

3 Revolucionarios asesinados por Nieto y Paula Sanz

4 BERNARDO MONTEAGUDO: Ensayo sobre la Revolución del Río de la Plata desde el 25 de Mayo de 1809, en Mártir o Libre, Buenos Aires, 1812.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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