Por Marcos Aguinis
Eugene Ionesco, el rumano-francés que se destacó por su regocijante teatro del absurdo, no habría podido competir con los esperpentos argentinos. Ahora ya no sólo se habla mal de nosotros en el mundo, sino que nos ignoran. Peor: cuando en algún momento atinan a mirarnos con lupa, se ríen. Nuestras incoherencias, contramarchas, negaciones y taradeces son deleznables. Pese a tener tanto. ¡Cuánto dolor! Nuestros absurdos llenarían una enciclopedia. Pero sólo puedo describir algunos, tomados al desgaire.
A principios del siglo XX, se decía "rico como un argentino". A mediados de la misma centuria ya no éramos tan ricos, pero seguíamos a la vanguardia de América latina.
Eramos el país de la excelencia, de la excepción, de la cultura, de la esperanza. Ahora se dice que los nuevos argentinos de América son los chilenos.
Hasta hace unas cuantas décadas competíamos con Brasil. Se llegó a barajar hipótesis de conflicto entre los "dos colosos del Sur". Eso terminó. Ahora Brasil es una potencia mundial y nosotros nos hemos convertido en mendicantes de Venezuela.
Brasil no tenía carne para exportar, mientras que nosotros éramos los campeones del planeta. Ahora Brasil acumula 400 millones de cabezas y nosotros nos quedamos con un poco más de 50, igual que en los tiempos de Yrigoyen y de Alvear. Brasil recorta su enorme gasto público pese a sus avances en todos los rubros; nosotros lo aumentamos sin cesar, pese a los retrocesos, también en todos los rubros.
El revisionismo histórico, que tuvo el mérito de corregir ciertas distorsiones de la historia oficial, nos metió errores groseros en la mollera. Otro absurdo, porque son errores dañinos, que siguen vigentes. Algunos, bastante difíciles de extirpar, y nos carcomen la poca lógica que aún conservamos.
El revisionismo nos inculcó la certeza, por ejemplo, de que nunca fuimos ricos. La opulencia nacional no existió, sino que estuvo limitada a una elite de parásitos que usufructuaban el pacto colonial establecido con Gran Bretaña. Teníamos una pampa húmeda regada por Dios, y sus propietarios, la famosa oligarquía, ganaban dinero sin trabajar. Se dedicaban a "tirar manteca al techo" en Europa y llevaban una vaca en el transatlántico para beber leche fresca. Eugéne Ionesco -que desbordaba imaginación, pero no era estúpido- hubiera preguntado, hundiéndonos el índice en el ombligo: "Antes de la caída de Rosas y de la Constitución de 1853, ¿Dios no regaba la pampa húmeda? ¿Por qué el país estuvo desierto, prevalecía el analfabetismo, no existía la agricultura y los argentinos carecían de relevancia internacional?".
Además -hubiera agregado-, la Argentina no es el único país con pampa húmeda. Existe otro, para colmo en Europa, y muy cerca de los grandes centros de consumo, y siempre fue pobre, a pesar del humus y de las buenas lluvias. Es Ucrania, cuyas llanuras son tan fértiles como las argentinas, pero nunca pudieron liberarse de la autocracia y la opresión, primero zarista, luego burocrático-soviética.
Ese país no se enriqueció como la Argentina ni abatió el analfabetismo ni incorporó oleadas impresionantes de inmigrantes. Al contrario: sufrió hambrunas y epidemias, emigración desesperada, a menudo forzosa. No tuvo un Alberdi y compañía ni una Constitución como la de 1853.
La Argentina cometió el absurdo de apartarse de esa notable constitución de 1853 después de setenta años exitosos, en los que nuestra enclenque democracia se iba perfeccionando, con creciente seguridad jurídica y un incesante progreso en los campos políticos, culturales y económicos. No fue abrogada, sino profanada. Con hipocresía, además. Porque los golpes de Estado decían que su propósito era defenderla. Se empezaron a enlodar las instituciones, se perdió la República al suprimirse la independencia de sus tres poderes, se opacó la transparencia de la función pública, bajó el nivel de la vocación política. Pero antes de ese quiebre (cuyo comienzo fecharíamos en los últimos años de la década del 20, cuando ingresaron las ideas totalitarias de derecha e izquierda), nuestro país ya había ganado dos batallas espectaculares.
Una fue la integración de millones de inmigrantes que venían con una mano adelante y otra atrás y producían alarmantes conflictos de lengua, etnia, religión y hábitos. Una inteligente política de Estado los "argentinizó" a todos, unificó el idioma, los hizo amar nuestros símbolos patrios, comprender las tradiciones, respetar a nuestros héroes y padres fundadores.
La otra batalla también ganada de punta a punta fue la educativa: respondió a la obsesión de titanes como Sarmiento, Alberdi, Avellaneda, Mitre, Roca.
Pero el teatro del absurdo que nos hemos empeñado en desplegar determinó que desde mediados del siglo XX se detestara a Prometeos de la civilidad, como Sarmiento, y se glorificara a un caudillo reaccionario como Rosas. También que se olvidara cuánto debemos al plurifacético Julio Argentino Roca, tan lúcidamente pintado por Félix Luna en su libro Soy Roca.
No fue un genocida (como se lo representa en el teatro del absurdo), sino el líder que terminó con los malones que impedían extender las fronteras del progreso y de la soberanía hasta los actuales límites nacionales. Consolidó a la Argentina como una respetada protagonista mundial. ¡Quisiéramos tener el prestigio que nos aureolaba en los tiempos de Roca! Su intención no era exterminar a los pueblos originarios -que merecen un reconocimiento irrestricto-, sino que los venció gracias a su estrategia y tecnología superiores. Tampoco se dedicó a barrerlos de la superficie de la tierra, como hacen los genocidas que merecen un título tan espantoso, sino que, terminado el cruel enfrentamiento, otorgó digno rango militar a los caciques, proveyéndolos de uniforme, sueldos y funciones. Logró extender la seguridad por todo el país, con buenas o criticables artes. Cometió errores y graves injusticias, por supuesto, pero su objetivo era incorporar los pueblos originarios a la patria grande, de la misma forma que incorporaba a los miserables inmigrantes de Europa y Medio Oriente.
El hijo de un aguerrido cacique, Ceferino Namuncurá, tuvo el privilegio de convertirse en el destacado emblema de los pueblos originarios, que ahora comparte la veneración de los altares con santos del resto del mundo. Nuestra proclividad al absurdo, sin embargo, pretende borrar a Roca de la historia.
Pero no sólo miremos el pasado. Es menester que la Argentina deje de caminar como los cangrejos, siempre hacia atrás. Ahora, por ejemplo, obsesiona otro asunto:la defensa de los derechos humanos (violados décadas atrás), que la inmensa mayoría del país -yo incluido- comparte. Pero los derechos humanos no deben limitarse a las violaciones de la última dictadura. No basta con sacar una foto y condenar únicamente los crímenes cometidos desde aquel Estado inconstitucional. Por cierto que el Estado siempre tiene deberes superiores a los de las organizaciones terroristas. Pero el delito es delito, la tortura es tortura, el secuestro es secuestro y el asesinato es asesinato. Todos repudiables.
Cuando sólo se cuestiona a unos y no a otros, aplicamos una doble moral. Sobre el anhelo de justicia se monta el odio de la venganza. En consecuencia, también somos absurdos en materia de derechos humanos.
Más aún cuando, al dar otra vuelta de tuerca, sabemos que reciben dinero del Estado quienes se mofaron de esos derechos humanos al celebrar la matanza de tres mil trabajadores inocentes en el ataque a las Torres Gemelas. Y no conformes con tamaña grosería, elogian a los terroristas de la ETA. También es absurdo que las Abuelas de la Plaza de Mayo nunca hayan expresado su solidaridad con Hilda Molina, una abuela cubana a quien no le permiten reunirse con sus nietos argentinos. También es absurdo que no se condene la violación terrible de los derechos humanos que desde hace cuarenta años sin interrupción practican las FARC. Y estados como Myanmar, Sudán, Cuba, Siria e Irán, para sólo citar los más notorios.
Es absurdo que la presidenta de la Nación, que ha prometido mejorar la institucionalidad de nuestro país, hable a "todos los argentinos" desde un palco partidario que sólo representa a una fracción, escoltada por el dirigente piquetero Luis D Elía, empeñado en producir enfrentamientos ponzoñosos, arcaicos y de alto riesgo para el tejido social argentino. ¿Qué significa ese doble mensaje?
Es absurdo que se prosiga mencionando a la "oligarquía" como si aún viviéramos en 1950. Han cambiado nombres y propiedades. Los terratenientes de entonces se han quedado sin latifundios. En nuestro país el curso del tiempo y la proliferación de hijos llevaron a cabo una profunda reforma agraria, sin decretos de necesidad y urgencia ni revoluciones sangrientas. Ahora hay más Anchorenas que tierras. Los antiguos latifundios no pertenecen a las familias del siglo XIX y primera mitad del XX. Para hablar de oligarquía, mejor añadirle el prefijo "neo". Porque la "neo-oligarquía" argentina se compone ahora de la familia presidencial, su círculo de leales y testaferros, sindicalistas prendidos al poder y otros pocos nombres más.
Es también actor de nuestro teatro del absurdo el manido tema de la soja. Esa commoditie fue bendecida como un ángel milagroso; ahora es condenada como arpía macbethiana. Trajo tanto dinero al país que logró transformar ciudades enteras, como Rosario. Generó inversiones que activaron la construcción, entre otros sectores, con su larga cadena de proveedores. Fue tan revolucionaria la expansión de este recurso que si se hubiera iniciado unos pocos años antes tal vez ni siquiera hubiera caído el presidente De la Rúa y tal vez los argentinos hubiéramos evitado el "corralito". La soja es un extraordinario producto de exportación, como fueron las carnes en la belle époque . Estamos de acuerdo en que no se debe caer en los riesgos del monocultivo, pero ha sido y sigue siendo el producto que facilitó la recuperación del país. No vaya a ser que nuestra vocación por el absurdo ahora nos haga perder los mercados asiáticos y, cuando abramos los ojos, sea demasiado tarde. Ya hemos perdido el mercado chileno -un cliente maravilloso- en materia de gas, por falta de visión estratégica en el campo de la energía. Otro absurdo.
Somos absurdos al echarle la culpa de nuestros males a todo el que se ponga adelante. Ahora le toca al campo. ¿Qué vendrá después? Pero no nos asombremos. Es la conducta de las sociedades que no sacan los obstáculos del camino, sino que los dejan donde están y contribuyen a incrementarlos. Así procedían varios países -también absurdos- que despertaron de golpe, dieron una vuelta de campana, reconocieron sus defectos, contradicciones e infantilismo y se pusieron a fortificar las instituciones, condenar la corrupción pública, darle fuerza independiente a la Justicia, repudiar el doble discurso y crear condiciones para grandes inversiones productivas. Son los ejemplos de Irlanda y varios países de Europa oriental. Aunque en Europa oriental nació Ionesco, allí el teatro del absurdo funciona sólo en los escenarios, no en la política.
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