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martes, 26 de julio de 2011

Eva Perón se comprende con Evita Duarte

26 de Julio de 1952, Eva Perón entregó su vida al amor por un sólo hombre, desvaneciendo su alma en sí misma para poder derramarla a su pueblo. Su corazón era muy grande, cabía en él todo un país, pero al mismo tiempo era un corazón exquisito, no había lugar para las bestias, que lucían un cuerpo humano. Ella quiso que su alma brotara en todos los argentinos, que su corazón se injertara en cada uno de su pueblo, para volver y ser millones, para volver en cada uno de ellos. Hoy sufren la deshonra, la humillación y el desprecio. Eran trabajadores, eran honestos, hoy son desocupados y sufren en el silencio. Hay que rescatar ese corazón, trasplantarlo en su pueblo, empaparse con su alma, y volver a nacer de nuevo.
Juan C. Starchevich

Evita Duarte y Eva Perón
por Alberto Amato, de la redacción de Clarín (julio 26, 2009)

Nació para ser nadie. Y para no tener nada. Y para pasar por este mundo casi con la fugacidad de un destello. No quiso nada de eso para su vida. Se convirtió en la mujer más importante de la historia argentina contemporánea; tuvo en sus manos el poder y la gloria; y si bien su vida duró lo que un resplandor (murió devorada por el cáncer a los 33 años y sólo actuó seis años en la vida política y social de la Argentina sin ocupar jamás un cargo público) partió al país en dos y desató tanto amor y tanto odio sobre su vida, su figura y su obra, que aquella breve chispa se transformó en una llamarada que la sobrevivió por medio siglo.

Es imposible intentar explicar a Eva Perón sin comprender primero a Evita Duarte. Nació en los albores del siglo pasado, el 7 de mayo de 1919, en Los Toldos, provincia de Buenos Aires, en los arrabales desamparados de las últimas tolderías del cacique Coliqueo, un indio desmañado y ladino que terminó por aliarse con los conquistadores del desierto. Eva Perón jamás toleró ni perdonó la traición. Era hija natural, adulterina, de un viajante de comercio que tenía dos familias: una en Chivilcoy y otra en Los Toldos.

Eva Perón entregó su vida al amor por un sólo hombre al que se aferró para siempre en su primer encuentro, Juan Perón. Y proclamó ese amor a gritos en la tribuna más precaria y en los balcones de la Casa de Gobierno con el celo irreverente y candoroso de una muchacha. Lo era: tenía apenas 25 años cuando conoció a Perón.

Supo desde chica de la miseria y las humillaciones que viven los más humildes. Ya en el poder, se atrincheró en la Secretaría de Trabajo y Previsión para entregar, personalmente, colchones y frazadas y camas y ropa y máquinas de coser y pelotas de fútbol y muñecas y bicicletas y trabajo y viviendas, a miles de personas que no tenían ni vivienda ni camas ni colchones ni frazadas ni ropa ni trabajo ni muñecas ni bicicletas.

Cuando la tarea la desbordó (en las Navidades de 1947 repartió cinco millones de juguetes y en mayo de 1948 recibía cerca de doce mil cartas diarias según consigna Marysa Navarro en su libro “Evita”) creó la Fundación Eva Perón, una institución que extendió la ayuda social a todo el país y llegó a acumular en sus depósitos, entre otros miles de artículos, decenas de miles de cacerolas destinadas a los rincones más pobres de la Argentina, donde se cocinaba en latas que la miseria oxidaba con el implacable rigor de un relojero.

Sus críticos calificaron su accionar como “asistencialismo”. Sus enemigos vieron en ese reparto de bienes una intención política definida: la de eternizar a Perón en el poder. Ella respondía con una frase: “Sangra tanto el corazón del que pide, que hay que correr y dar; sin esperar”.

Evita Duarte llegó a Buenos Aires en 1935 con un sueño, el de ser actriz, y en plena Década Infame: un período caracterizado por el fraude político, la corrupción económica y la miseria desatada. Cualquier semejanza con la actualidad no es pura coincidencia.

Deambuló por papeluchos sin importancia en cine y teatro, dos ámbitos en los que mostró desde temprano su inquietud social. Contaba Hugo del Carril que en los altos de la filmación de “La cabalgata del circo”, Evita Duarte le preguntó si recibía cartas de la gente pobre. El le contestó que sí y que no podía contestarlas a todas. “Ah, no. -le dijo entonces la joven aspirante a actriz a la figura consagrada- A los humildes hay que darles siempre una respuesta…”.

Fue un drama, el terremoto de San Juan de enero de 1944, el que la unió a Perón en un festival que recaudaba fondos para las víctimas. Asumió desde entonces el papel estelar de su vida: dejó atrás para siempre a Evita Duarte y pasó a ser Eva Perón. Si el peronismo determinó la irrupción en la escena política de una clase social hasta entonces postergada, Eva Perón encarnó la voz y el reclamo de esa clase social. Y lo hizo con vehemencia, con pasión, una pasión en la que quemó su vida, con un lenguaje llano, claro, simple y, por lo mismo inaceptable. Dijo su verdad a gritos. Y la crucificaron por la osadía. A medio siglo de su muerte, la sociedad extraña en sus políticos algo de aquella franqueza por la que Eva Perón fue condenada poco menos que a la hoguera. Pero lo cierto es que en los seis años que abarca el breve paso de Eva Perón por la vida política argentina, sus mensajes, su lenguaje, sus sentimientos expuestos a flor de piel y sin pudores, generaron un amor irrenunciable y un odio irracional, como es de irracional el odio por naturaleza.

Usó para definir a quienes juzgaba sus enemigos un término académico de origen griego: oligarcas. Y le dio las tres acepciones que el Diccionario de la Real Academia Española reserva a la palabra: gobierno de unos pocos; forma de gobierno en la que el poder supremo es ejercido por un reducido número de personas que pertenecen a una misma clase social y conjunto de algunos poderosos negociantes que se aúnan para que todos los negocios dependan de su arbitrio. En cambio, para sus seguidores usó un par de

términos lunfardos, arrabaleros y despectivos que sólo en su voz eran tolerados y cobraban valor afectivo: “grasitas”, “descamisados”. No necesitaba mucho más un país siempre propenso a dividirse en dos y en el que brota con serena furia la semilla de la venganza: quienes amaban lo que Evita era y quienes odiaban lo que Eva Perón representaba, se hicieron irreconciliables.

Unos la juzgaron poco menos que una santa, un hada protectora y bienhechora, una revolucionaria, una mujer empeñada en que la justicia social llegara a cada rincón de un país desvastado. Otros la juzgaron una ambiciosa, una aventurera, una resentida egoísta y falsa, cargada de odio y de hipocresía.

Unos aplaudieron su imagen maternal, sus actitudes combativas, sus gestos solidarios, su actitud transgresora e independiente en el epicentro de una cultura rígida y pacata, su bondad inmaculada pese a su pasado de miseria, su defensa a brazo partido de los derechos de la mujer hasta instalarla como un factor más de decisión, en una sociedad aferrada a los preceptos más cerriles del machismo hispano. Otros le enrostraron su condición de hija natural, su pasado olvidable de actriz; la imaginaron espía nazi o prostituida a los dieciséis años en los albañales de una Buenos Aires desconocida y hostil; le endilgaron el servir a un régimen demagógico, una guaranguería improbable y el cargarse de joyas y vestidos importados, en contradicción con su proclamado amor por los humildes y sus necesidades.

Para descalificarla la definieron como una fanática. Pero precisamente esa era una de las condiciones que Eva Perón rescataba como su mayor virtud: “El mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos enardecernos en el fuego sagrado del fanatismo”, escribió cuando ya se sabía arrasada por el cáncer.

Tres años antes se había anticipado a la definición: cuando su médico le acercó la certeza inapelable de su mal destino, Evita lo despachó con un carterazo en el pómulo y un grito de coraje desesperado: “¡Yo no estoy enferma!”.

Consciente de su final inevitable, el último año de su vida joven lo consumió en un intento frenético por preservar el gobierno de su marido, al que llegó a ver ya amenazado por los fantasmas tangibles de un golpe de estado. Aspiró con todas sus fuerzas a ser candidata a vicepresidente en las elecciones de noviembre de 1951. Pero, o bien por presiones militares, o por la enfermedad que la corroía, o por ambas razones, debió renunciar a la nominación en el mismo acto que se había montado para consagrarla. Antes de hacerlo, y en un episodio cargado de dramatismo, único en la historia del país, mantuvo un diálogo memorable con la multitud que en la alta noche del 22 de agosto de 1951 le exigía que aceptara. Eva dudó. Y ese contrapunto de ópera verdiana en el que la voz enronquecida de la primera dama pide entre lágrimas un poco más de tiempo para pensar, mientras miles de voces le gritan “¡Ahora, ahora…!”, sintetiza aún hoy la parábola trágica de aquel país a punto de descuartizarse, atado a las cinchas de sus deseos y su impotencia.

Dos meses después, el 17 de octubre y para premiar su renunciamiento, Perón le prendió en el pecho, frente a una multitud y en los balcones de la Casa de Gobierno, la Medalla de la Lealtad Peronista. El discurso de Eva Perón fue una despedida anticipada. Agradeció a quienes habían rogado por su salud. Profesó su fe de peronista incesante y enarboló tres frases inolvidables, rítmicas, musicales, conmovedoras, un pequeño himno dolorido y profético: “Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo. Y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”.

No parece ser tan cierto entonces que Eva Perón se convirtió en mito luego de su muerte joven. Fue condenada a ser mito aun cuando no había cumplido todavía los treinta años, apenas quince años después de haber huido niña de las tierras de Coliqueo y con el sueño de actriz a las espaldas. Condena que aceptó como una misión: su pasión, sus desbordes, su concepción de la vida, alimentaron ese fuego que le depararía un papel nunca imaginado, lejos de la ficción, en un mundo real, con las responsabilidades de una estadista veterana y la edad y el aura de una emperatriz sin corona en un reino de utopía.

Los logros del peronismo, el protagonismo dado a obreros y sindicatos, la satisfacción a necesidades básicas de los más pobres, la nacionalización de los recursos fundamentales que pasaron a manos del Estado, la obra social encarada por Evita y la batalla campal y sin tregua desatada sobre su figura, dominaron aquellos años singulares, apasionantes, irrepetibles de la historia argentina. Tanto, que opacaron los desatinos de un gobierno que deparó a muchos de sus opositores el trato que fijaban los moldes de la época: persecución, cárcel, tortura, exilio o muerte. Nada comparable a la catástrofe que se avecinaba.

Como afirma la escritora mexicana Alma Guillermopietro, Evita “compartió con su clase social un resentimiento que la consumía y que lo abarcaba todo, precisa contraparte del furibundo desdén con que la clase gobernante veía a la plebe”. Pero no es menos cierto que, si a lo largo de seis años, Eva Perón sembró amores y odios, fue correspondida con creces. Si el amor de los suyos “los humildes, los obreros, las mujeres, mis grasitas…” permaneció inalterable, el odio de sus enemigos se acrecentó. Para quienes la amaban, Evita fue un símbolo. Para quienes la odiaban, una obsesión.

Luego de su muerte y ya derrocado Perón en 1955, el nombre de Eva Perón fue prohibido, junto con el del ex presidente, los símbolos y los cantos partidarios; se destruyeron los bustos erigidos en su homenaje, se quemaron sus retratos, se arrasó con una suma hoy incalculable de bienes (frazadas, colchones, sábanas, colchas, insumos hospitalarios, vajilla) porque llevaban la leyenda “Fundación Eva Perón” y poco se supo del activo de la entidad que era entonces de dos mil quinientos millones de pesos.

Pero los desatinos llegaron a la locura: el cadáver embalsamado de aquella chica de Los Toldos devenida en reina sin corona, fue robado, violentado, mancillado, escarnecido, vejado, ocultado fuera del país bajo un nombre falso y devuelto a Perón en 1971, como parte de una negociación política de la dictadura militar de turno. A tanto disparate impuesto por decreto firmado, los seguidores de Eva Perón respondieron con una lógica inconmovible: le alzaron altares en la penumbra secreta de las casas más humildes, la canonizaron con un fervor que ya querrían para sí muchos santos de los altares y enarbolaron de puertas hacia afuera una frase con la sencillez y el peso del cemento armado: “Eva Perón, eterna en el alma de su pueblo”.

Evita aspiraba a menos. En uno de sus últimos discursos arriesgó: “Confieso que tengo una ambición, una sola y gran ambición personal: quisiera que el nombre de Evita figurase alguna vez en la historia de mi Patria”. Imaginaba figurar en una nota al pie del capítulo que esa historia dedicaría a Perón.

Y agregaba: “Y me sentiría debidamente, sobradamente compensada si la nota terminase de esta manera: ”De aquella mujer sólo sabemos que el pueblo la llamaba, cariñosamente, Evita”.

Supo que se moría. Hasta el final. Ya desguazada por la enfermedad dictó con un hilo de voz unas páginas incendiarias en las que desnudaba las miserias del poder y de los poderosos, las inicialó una por una, las leyó enardecida a algunos sorprendidos ministros y legisladores peronistas y las dejó para que la historia las conociera como “Mi mensaje”. Fiel a su estilo, tuvo un gesto de desafiante coquetería cuando intuyó que el telón de su vida estaba por caer: pidió a su manicura que, al morir, le quitara el esmalte rojo de sus uñas y le colocara uno incoloro.

Hoy Eva Perón tendría 83 (89) años. El tiempo y sus mudanzas han limado, tal vez, las pasiones desatadas que moldearon a aquel país casi adolescente de hace medio siglo. Pero no deja de ser atractivo imaginar qué pensaría Eva Perón ante la Argentina desvastada del 2002, con sus arcas vacías y la miseria enseñoreada sobre casi la mitad de sus habitantes.

El 26 de julio de 1952, Eva Perón cedió al embate del cáncer en la residencia presidencial que se alzaba en la calle Austria. Cerró sus ojos a las 20.25 según fijó para siempre la Secretaría de Prensa y Difusión. Horas después, su manicura, Sara Gatti, quitó el esmalte rojo de sus uñas y aplicó dos capas de brillo transparente Queen of Diamonds de Revlon.

El frágil destello de vida de Eva Perón se había apagado para siempre.

Fue un breve instante de esplendor. Pero cuánto iluminó.




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