viernes, 27 de noviembre de 2009

El Cuerpo Místico: distribución y uso de la riqueza

por Padre Hurtado
Sufrimos ante el dolor de los miembros de nuestra familia, ¿pero sufrimos acaso ante el dolor de los mineros tratados como bestia de carga, ante el sufrimiento de miles y miles de seres que, como animalitos, duermen botados en la calle, expuestos a las inclemencias del tiempo? ¿Sufrimos acaso ante esos miles de cesantes que se trasladan de punto a punto sin tener otra fortuna que un saquito al hombro donde llevan toda su riqueza? ¿Nos parte el alma, nos enferma la enfermedad de esos millones de desnutridos, de tuberculosos, focos permanentes de contagio porque no hay ni siquiera un hospital que los reciba?

El Cuerpo Místico: distribución y uso de la riqueza
Centro de Estudio y Documentación "Padre Hurtado" de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Texto 44.
Conferencia pronunciada en Bolivia, en enero de 1950, frente a los dirigentes del Apostolado Económico-Social

La espiritualidad cristiana en nuestro siglo se caracteriza por un deseo ardiente de volver a las fuentes, de ser cada día más genuinamente evangélica, más simple y más unificada en torno al severo mensaje de Jesús. La espiritualidad contemporánea se caracteriza también por la irradiación de sus principios sobrenaturales a todos los aspectos de la vida, de modo que la fe repercute y eleva no sólo las actividades llamadas religiosas, sino también las llamadas profanas. Por haber redescubierto, o al menos por haber acentuado con fuerza extraordinaria el mensaje gozoso de nuestra incorporación a Cristo con la consiguiente divinización de nuestra vida y de todas sus acciones, nada es profano sino profundamente religioso en la vida del cristiano.

Así, al buscar a Cristo es necesario buscarlo completo. Basta ser hombre para poder ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo, esto es, para poder ser Cristo (cf. 1Co 12,12-27). El que acepta la encarnación la debe aceptar con todas sus consecuencias, y extender su don no sólo a Jesucristo sino también a su Cuerpo Místico. Y este es uno de los puntos más importantes de la vida espiritual: desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo mismo; aliviar a cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Tocar a uno de los hombres es tocar a Cristo. Por esto nos dijo Cristo que todo el bien o el mal que hiciéramos al más pequeño de sus hermanos a Él lo hacíamos (cf. Mt 25). El núcleo fundamental de la revelación de Jesús, «la buena nueva», es pues nuestra unión, la de todos los hombres, con Cristo. Luego, no amar a los que pertenecen a Cristo, es no aceptar y no amar al propio Cristo.

¿Qué otra cosa sino esto significa la pregunta de Jesús a Pablo cuando se dirige a Damasco persiguiendo a los cristianos: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues...?». ¿No dice la voz ¿por qué persigues a mis discípulos?, sino «¿por qué me persigues? Soy Jesús a quien tú persigues» (Hech 9,4-5).

Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o mejor, nuestro prójimo es Cristo que se presenta a nosotros bajo una u otra forma: preso en los encarcelados; herido en un hospital; mendigo en la calle; durmiendo, con la forma de un pobre, bajo los puentes de un río. Por la fe debemos ver en los pobres a Cristo, y si no lo vemos es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor imperfecto. Por esto San Juan nos dice: Si no amamos al prójimo a quien vemos, ¿como podremos amar a Dios a quien no vemos? (cf. 1Jn 4,20). Si no amamos a Dios en su forma visible ¿cómo podremos amarlo en sí mismo?

La comunión de los santos, dogma básico de nuestra fe, es una de las primeras realidades que se desprende de la doctrina del Cuerpo Místico: todos los hombres somos solidarios. Todos recibimos la Redención de Cristo, sus frutos maravillosos, la participación de los méritos de María nuestra Madre y de todos los santos, palabra esta última que con toda la verdad puede aplicarse a todos los cristianos en gracia de Dios. La comunión de los santos nos hace comprender que hay entre nosotros, los que formamos la «familia de Dios», vínculos mucho más íntimos que los de la camaradería, la amistad, los lazos de familia. La fe nos enseña que los hombres somos uno en Cristo, participantes de todos los bienes y sufriendo las consecuencias, al menos negativamente, de todos nuestros males.

Soluciones al problema de la injusta distribución de los bienes. El primer principio de solución reside en nuestra fe: Debemos creer en la dignidad del hombre y en su elevación al orden sobre natural. Es un hecho triste, pero creo que tenemos que afirmarlo por más doloroso que sea: La fe en la dignidad de nuestros hermanos, que tenemos la mayor parte de los católicos, no pasa de ser una fría aceptación intelectual del principio, pero que no se traduce en nuestra conducta práctica frente a los que sufren y que mucho menos nos causa dolor en el alma ante la injusticia de que son víctimas. Sufrimos ante el dolor de los miembros de nuestra familia, ¿pero sufrimos acaso ante el dolor de los mineros tratados como bestia de carga, ante el sufrimiento de miles y miles de seres que, como animalitos, duermen botados en la calle, expuestos a las inclemencias del tiempo? ¿Sufrimos acaso ante esos miles de cesantes que se trasladan de punto a punto sin tener otra fortuna que un saquito al hombro donde llevan toda su riqueza? ¿Nos parte el alma, nos enferma la enfermedad de esos millones de desnutridos, de tuberculosos, focos permanentes de contagio porque no hay ni siquiera un hospital que los reciba?

¿No es, por el contrario, la cómoda palabra «exageración», «prudencia», «paciencia», «resignación», la primera que viene a sus labios? Mientras los católicos no hallamos tomado profundamente en serio el dogma del Cuerpo Místico de Cristo que nos hace ver al Salvador en cada uno de nuestros hermanos, aún en el más doliente, en el más embotado minero que masca coca, en el trabajador que yace ebrio, tendido física y moralmente por su ignorancia, mientras no veamos en ellos a Cristo nuestro problema no tiene solución.

Es necesaria la cooperación inteligente de los técnicos que estudien el conjunto económico–social del momento que vive el país y proponga medidas eficaces. Ha llegado la hora en que nuestra acción económico–social debe cesar de contentarse con repetir consignas generales sacadas de las encíclicas de los Pontífices y proponer soluciones bien estudiadas de aplicación inmediata en el campo económico–social. Tengo la íntima convicción de que si los católicos proponen un plan bien estudiado que mire al bien común, encontrará el apoyo de buenas voluntades que existen en todos los campos y se convertirá este plan en realidad.

Para terminar hagamos nuestro el pensamiento de Pío XII en su mensaje de Navidad de 1939 cuando dice que «las reglas, aun las mejores, que puedan establecerse jamás serán perfectas y estarán condenadas al fracaso si los que gobiernan los destinos de los pueblos y los mismos pueblos no se impregnan con un espíritu de buena voluntad, de hambre y sed de justicia y de amor universal, que es el objetivo final del idealismo cristiano». Esta hambre y sed de justicia en ninguna otra realidad puede estimularse más que en la consideración del hecho básico de nuestra fe: por la Redención todos somos uno en Cristo; Él vive en nuestros hermanos. El amor que a Él le debemos hagámoslo práctico en los que a él representan. «Lo que hicierais al menor mis pequeñuelos a mí lo hacéis» (Mt 25,40).

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